Amores que arrastran tu amor
El cuarto es grande, en el cabemos perfectamente cuatro personas y cada una con sus propios mundos. El día comienza con el despertador gritándome al oído que ya es hora de levantarse, sí, las 6 de la mañana en día lunes, se me antoja que no quiero. Aún no abro los ojos pues me incomoda la luz, pero debo hacerlo, hay que ayudar en casa antes de ir a clases. La universidad queda a unos quince o veinte minutos, a pie, desde mi casa, de la cual puedo ver todo lo que pasa en las callecitas de la Alameda.

Cuando ya se acaba la ceremonia del arreglo, pintado, tartajeado de la cara y todo, se puede una ir a tomar desayuno, el cual ya esta servido sobre la mesa, calientito, esperándome, todo gracias a una madre que con cuidados prestos, quiere lo mejor para sus hijos. La puerta corrediza de mi casa esta levantada, y todo se observa mientras comemos juntas. Vemos a las personas pasar, colegiales presurosos que están con caras largas porque se les ha hecho tarde, padres de familia que a rastras llevan a los más pequeños, dormitados, al nido o jardín, y los jóvenes de la gran comuna universitaria en la que vivimos, bueno, ellos pasan tranquilos, algunos solos, otros de la mano bien acompañados con sus sonrisitas pintadas en la cara y sus ojitos casi cerrados de tanto sonreír.

Pero ese día los vi, los vi de la mano pasar, ese día, él todo flaco, descuidado, de estatura mediana, con un polo negro despintado, el pantalón jean viejo que se le caía, los zapatos desgastados, con cara de malo, pero tranquilo, los cabellos negros y revueltos; ella por su parte, estaba con un polito azul con rayitas rojas que definían su delicada y frágil figura, a pesar de ser bajita, perecía segura, su jean ceñido, su bolso a un costado. Pero algo no estaba bien, su carita parecía estar ensombrecida con algún problema, tal vez, típico de enamorados.

Mis ojos perseguían a esta parejita universitaria, como esperando, pero la visión que tuve de lo qué paso, me sorprendió a mí aún más. Sin previo aviso el enamorado tan tranquilito, se volteo de repente y como un proyectil que se dispara ante el enemigo, arremetió con una bofetada, muy sonora, a la pequeña chica que hasta hace un rato llevaba de la mano.

Ella se quedo asustada, abría y cerraba los ojos sin saber que hacer con la boca un poco entreabierta del asombro, y con la mano levantada a la altura del golpe. Él le gritaba, no escuche lo que decía, pero parecía que levantaba nuevamente la mano para atestar otro golpe. “¡Ni te atrevas desgraciado!”- fue lo único que atine a decir- y salí rápidamente de mi casa, con dirección hacia ellos, pero me detuve, o mejor dicho, me detuvo el hecho que ella no hiciera más nada que irse con él, tal vez, por temor o vergüenza, resignada, tal vez, al silencio por el qué dirán.

Parecía que todo corría más lento, después de apreciar aquel cuadro de maltrato, “ningún hombre vale, si te golpea”- pensé-. “Deja de ser hombre, deja de ser un ser humano, para pasar a ser un animal que ataca sin piedad.” Justo cuando empezaba a salir el sol, no sentí frío sino una suave brisa de temor por el futuro de esta pequeña amiga muda que se iba tras su agresor. Comprendí que la responsabilidad de actuar esta no solo en uno sino en aquella persona que se deja maltratar. Mirándolos perderse al doblar la esquina, no puedo evitar sentir el deseo de correr para hablar con ella, pero sé quien es para brindarle mi apoyo y que sepa que no esta sola y que la violencia, reconociéndola a tiempo, se puede evitar.

Por: Pamela Alarcón